ENZO




Llegará navidad mil veces, y novecientas noventa y nueve veces las demás estaciones, y todavía no obtendré su perdón, Yo no lo maté, se murió de refinamiento, que todo hay que apuntarlo.
Cuando Olimpia me pidió (casi me ordenó) que cuidara de Enzo durante su estancia en Marruecos, no me pareció el plan más acertado teniendo en cuenta mi dejadez por preocuparme de la vida de los demás animales de cuatro patas. Aun así puse empeño en la tarea y me fui directo a una librería a informarme del tema. La librera, tras un breve cuestionario me vendió un best-seller sobre la cría de conejos-mascotas: The house Rabbit handbook, por una tal Marinell Harriman.
Nada más ojearlo y encontrarme con perlas como estas:”Téngale una delicia como una zanahoria o un pedazo de manzana, platanito (banana) o un pellizco de avena en su mano,” supe que había comprado el libro equivocado. Así que me pregunté; vamos a ver, ¿qué come el bicho? Evidentemente, gránulos de alimento que serán de fácil adquisición en cualquier supermercado, supongo.
¿Y qué capacidad de adaptabilidad posee? Completa, excelente, lo había visto corretear por aquella su casa y apostaría mis tirantes a que podría recorrerla con los ojos vendados. Que no te quepa duda, Cochon, sobreviviría dos semanas con un saco de pienso para esos perros enanos que transportan en los bolsos y una garrafa de sifón de tres cuartos. Finito, capú, asunto arreglado.

¡Qué desgracia, mon Dieu!, ¡Qué equivocado estaba! Por que lo cierto fue que el líquido ni lo probó, y el saco sí que apareció roído, sí, pero no debió gustarle la manduca lo suficiente y murió de sibaritismo. Pobrecito, parecía cuando lo encontré un coco gigante deshilachado con rastas, con el cuello torcido y rodeado de sus propias deyecciones.

Quien lo diría, con lo espabilado que parecía correteando por la ciudad con su arnés colorido esquivando diligentemente a los transeúntes, llamando la atención de viandantes anonadados por la pericia del bicho, recibiendo receptivo y meloso las caricias con aquella mirada gentil y moviendo constantemente la naricita como dando gracias por el afecto mostrado. “Si sólo le falta hablar”, me decía persistentemente Olimpia.

Yo le dije que se murió de pena, de melancolía, por la marcha y abandono de su madre-propietaria, agregando parte de mi desliz a su inmaculada culpa.