ADIEU, MON AMI


24 de Agosto del año de nuestro señor de 2009.


Se ha muerto Juan “el banana”. La enfermedad lo ha devorado como se degusta entre las manos un buen churrasco, a dentelladas inmisericordes.

Gran fumador, gran bebedor, gran amante de lo bello, tal vez, por que desde muy joven sabía de su desgracia.

Por eso, a veces, iba siempre un pasito más allá que los demás, tanto en el exceso como en las tardes en que se abandonaba en el cine y se colaba de una sala a otra para ver todas las películas posibles mientras nosotros nos íbamos de tertulia.

La última vez que lo vi caminaba con muletas, apoyado en el hombro de su tocayo Juan, llevaba a su hijo de tres años a la fiesta de cumpleaños de las hijas de un amigo en común. Se había rapado al cero pero se le adivinaban los cuatro pelos de la refriega. En la pierna derecha que le habían amputado lucía un hierro provisional con final en un zapato tipo Frankenstein que se movía a su antojo, con vida propia; no le había pillado el tranquillo todavía, decía, pero bromeaba de ella y la ponía a propósito estirada para que los niños tropezaran con ella y luego se excusaba diciendo que no podía hacer nada, que bastante desgracia tenía encima.

Los padres, apurados, reprendían a sus hijos, y nosotros nos reíamos con mirada cómplice y brindamos varias veces esa tarde por la desgraciada vida, para que no nos falte el humor, aunque costaba, la verdad, costaba mucho acompañarlo en su sonrisa cuando me contaba que su hijo había heredado también la enfermedad. Tengo grabada la imagen del niño columpiándose ajeno a lo que la vida le deparaba mientras Juan me contaba la grave situación. La carnicería cerrada por no poderla atender, los continuos viajes al hospital, las insufribles pruebas a las que se sometió...

Me acordé de Conchi, ahora su viuda, mujer fuerte sin ninguna duda, aunque disfrazada de una delgadez engañosa, y guapa, muy guapa. Un toro demasiado bravo para lidiarlo el que le ha tocado en suerte a esa maravillosa mujer.

Descanse en paz, me cago en la puta, el alma de “el banana”, y que la misteriosa y genial energía de ese cuerpo hecho añicos, forme parte de algo que de verdad merezca la pena.



La muerte de Casagemas, Pablo Picasso

LA CASA DE LA PLAYA.



La casa de la playa es blanca como un capullo de algodón. Un faro de tranquilidad encalado incontables primaveras para deslumbrar con el sol del verano. Tiene una pequeña terraza sombreada donde solamente habita una hamaca ajada de tantos balanceos sesteros, y un porche donde el olor a mar se ha incrustado hasta la médula en los muebles apolillados.

Una pequeña escalera tallada en roca desciende hasta la arena donde las olas llegan ya sin fuerza a mojarte las pezuñas, y por la noche, esas mismas olas, parecen recobrar la vitalidad para adormecerte como un mantra, como una nana atonal, pausada y constante.

Siempre he pensado que aquí veré los últimos rayos de mi vida, que una noche de mar brava las olas atraparan en sus redes mi alma y me la arrebatarán como un carterista habilidoso, a la altura sin duda de los personajes de pickpocket, de Bresson.

Seguramente no pasará.

He visto infinidad de estrellas fugaces en este rinconcito de cielo y el mismo sinfín de veces he pedido los deseos correspondientes.

Algunos, los de largo recorrido, los he ido modelando para que se cumplieran. Los otros, los terrenales, los impetuosos, simplemente no ocurrieron. No les puse tesón.

A pesar de, sigo emocionándome al ver desprenderse una minúscula lágrima en el paraíso, y sigo pidiendo deseos por todas las causas perdidas, inclusive la mía.

Son las cuatro de la mañana y mi compañero de pesca, “el barbas”, sé que ve tantas estrellas fugaces como yo, y sé que sólo impera un deseo en su mente: que una buena pieza se trague de un bocado los tres anzuelos que lleva engarzados la sardina que usa como cebo. Que el cascabel encaramado en la cima de la caña suene a manera de una manada de gatos que vinieran hacia nosotros anunciando, a gritos, un banco de peces hambrientos. Pienso entonces atizarle con la botella vacía de vino al primer pez que muerda el anzuelo por atreverse a romper la rutina de las noches en blanco, de las madrugadas de vacío, donde el pez más grande siempre se escapa del engaño.

Y sé, que indudablemente, esto tampoco ocurrirá.