UN JOLI BONNET DE MATIN.


Le compré un bonito sombrero para que lo luciera por las mañanas en las entretenidas carreras de galgos, para que iluminara la ribera del río, en la parte del paseo que sigue a propósito sin adoquinar, enfangando la enagua, pescando en el bolsillo de Neptuno, cogiendo tortugas en los carrizales, haciendo coros en los oficios de la iglesia evangélica a la que le gusta acudir, recorriendo en bicicleta con sus amigas del club Hoy tengo los estrógenos cantando “god save the queen” los dos caminos que llevan a la fuente, uno de ida y el otro de vuelta, para que gritara como John Merrick en los lavabos de caballeros de la estación ¡no soy un animal, soy un ser humano!, para que dejara de remar contra la corriente y se recostara en la barca dejándose acunar por el lago artificial del parque, para que supiera que yo la deseaba. y ciertamente lo sabía, por que al acostarme mi último pensamiento era para ella, y al despertarme también era ella la que me daba los buenos días, y sabe de sobra que cuando estoy junto a ella, todavía hoy me siento como un gorrión engominado que revolotea por una jaula incendiada.
Ella no tuvo la culpa, ni tan siquiera estuvo allí, y es precisamente de eso de lo que se lamenta, distraída ella como estaba por morder su trocito de manzana, dejó de estar donde debiera, y no se lo perdona ni en los momentos álgidos del nembutal.
Topó con un galeno de los de juramento hipocrático enmarcado en la pared y se terminaron los días de cocinar deliciosas palomitas con mantequilla al fuego de la sartén sin tapa protectora, y una mañana colgó un letrero en la puerta del escaparate diciendo “volveré cuando me de la gana”.










EL BOTIQUÍN DEL RINA CELI.

El vaso de ginger-ale que Manolita apuraba, resbaló de sus manos con tan mala fortuna que se hizo trizas contra el suelo del camerino. Una astilla de vidrio afilado se clavó en su tobillo desnudo haciendo brotar a borbotones un reguero de sangre tan roja como la de un recién nacido. ¡Ay por favor, que disgusto, que alguien haga algo, por el amor de Dios, que se ha amputado el pie!, gritaba Dora histérica. No pasa nada, la calmaba Manolita mientras se extraía la flecha envenenada, la sangre es muy escandalosa. Pero para entonces, Dora ya estaba desmayada entre mis brazos, no me dio tiempo ni siquiera a levantarme, se desvaneció a mi lado como una mala actriz de opereta.
La algarabía alertó a un operario del teatro que andaba cercano a la puerta que gustosamente se hizo cargo de la desfallecida mientras me indicaba donde podría encontrar un botiquín para aplacar la herida y cortar la hemorragia. Manolita ya se disponía a preparar un torniquete a la altura de la pantorrilla con una media mientras encharcaba de casta decenas de pañuelos de papel.
Un par de vendas y un tubo medio vacío de pomada para los golpes eran los únicos habitantes de aquel castillo abandonado. Desmantelado me encontré el dispensario, carente de provisiones curativas que mitigaran la angustia de la accidentada, y con aquel paupérrimo botín volví a la carrera al camerino donde Dora lloraba ahora después del sofoco y Manolita echaba ginebra a la herida auxiliada por los socorridos algodones quita- maquillaje.
Sin embargó, pese a las prisas, no pasé por alto la sentencia garabateada en un trozo de esparadrapo que alguien fijó en la misma puerta del botiquín: “si robas ten clase y roba un banco, no robes un botiquín”
Me comentó el operario-tramoyista que harto estaba el encargado de reponer con medicinas el dichoso mueble para que cada tres por dos le desaparecieran las provisiones farmacéuticas
Eso me hizo pensar que no todos tenemos o tienen el coraje de desvalijar un banco, o un coche, o para colmo de males, una moto a la que solamente le entrara la primera marcha, como nos pasó a mi compañero de aventuras delictivas Teodorín y a mí, que tenemos ficha policial expedientada por el pertinaz, intrépido, y ya difunto Zapata, terror de los rufianes de poca monta en mi tierra natal, pero eso lo contaré otro día. Por cierto, Teodorín siguió engordando sus fechorías y actualmente está en la cárcel de Topas.
Se necesita sangre fría y destreza para hacer carrera en este cometido, o al momento se destapa la poca pericia del pollo. O necesidad, también es un válido estímulo este, pero para eso no se roba un banco, se hurta lo justo para comer o seguir bailando.
Pues decía que como no tenemos suficiente valentía o arrojo para hacernos con un buen botín, nos resulta más cómodo satisfacer nuestro cerebro reptiliano y posesivo engañándolo, comiendo las migajas de los que se lo llevan crudo, y robando a la postre unas gasas, tiritas o algodón de un botiquín desamparado en un pasillo poco concurrido donde los botes de aspirinas para el dolor de cabeza ya caducaron hace tiempo, y el peróxido de hidrógeno se ha convertido en producto óptimo para el blanqueo de dientes, quesos o aves en mataderos industriales.
Dicen que el mismo placer es el que sienten los jugadores ante las máquinas de videojuegos, la recompensa inmediata por el esfuerzo realizado.
Es como incendiar un bosque y que una lluvia imprevista lo apague al poco rato.
Entonces necesitan reafirmarse otra vez en su mundo virtual donde todo suele acabar con un final feliz.
Ya podía imaginar, por que la había vivido, la desesperación del herido buscando atropelladamente un ungüento para su mal en un botiquín vacío, cuando el encargado le había jurado y perjurado que estaba repleto de química como la sangre de un politoxicómano.

A la mañana siguiente, el boticario me suministró previo pago, algodón, yodo, gasas, alcohol, y una distinguida deferencia a lo mucho que le gustó a él y a su mujer la obra que anoche representamos en el Rina Celi.
Fui a una librería cercana, pregunté al librero si tenía un libro muy socorrido para estos casos: Pepa Niebla, de Torcuato Luca de Tena, lo compré, y por la tarde, antes de la varietté, lo abandoné en el botiquín agazapado detrás de los suministros como medida de último socorro.

"EL RERRE"



En la estación del AVE de Ciudad Real hice una entrañable amistad con un sevillano tomando cañas y unos lustrosos huevos que ponían a modo de tapa. Comí seis, y en cada uno de aquellos espectaculares huevos duros parecía que de un momento a otro saldrían del cascarón Gala y Dalí como en su famosa performance.


Este ilustre andaluz que recogía orgulloso en un manojo todos los tópicos de su tierra, comió menos huevos, y sin embargo, se le trababa bastante la lengua. Era por los nervios, decía, la bicha de hierro me acojona sobremanera, picha, no lo puedo evitar, es subirme al cacharro y quedarme como un pajarito embalsamao, y eso que me tomo mi pastillita para el mareo y beso con devoción la imagen de San Cristóbal de Licia, patrón de los viajeros, pero no hay manera, me puede el miedo y el ruido de lavadora de este endiablao cacharro.
El caso es que en las dos horas menos cuarto que dura el trayecto nos dio tiempo a contarnos varias anécdotas graciosas de nuestras vidas, a seguir mareándonos, que ahora éramos dos los aquejados, con bebidas espirituosas del vagón restaurante y a resolver a nuestra manera los innumerables problemas de economía nacional que en estos días sufrimos, y en esas estábamos cuando me relató el motivo de su sufrido viaje.
Mi abuelo, que en paz descanse, fue el famoso matador de toros Manuel González Buzón, “el Rerre”, habrá oído usted hablar de él, Nunca, Pues yo le voy a decir dos cosas, la primera es que era un animal. Mi abuelo, carente de cualidades artísticas, pero rebosante de fortaleza física y ejemplar agilidad, ponía tal pundonor en sus faenas que el día que tomó la alternativa en Córdoba a manos de “Conejito”, en la suerte de espadas, pinchó dos veces en hueso, y en las dos ocasiones partió el estoque debido a la fuerza con que atacó al bicho. Mi abuelo “Rerre” mataba siempre a los toros por todo lo alto, dejando muchas veces en los pitones algún jirón de su camisolín rizado o algún bordado de su chaquetilla, también cuentan que toreando en Bormujos, un toro se le arrancó de improviso y cuando ya estaba a punto de cogerle le dio tal puñetazo que le hizo cambiar de dirección. Impresionante, No lo dude usted, Camarero, por favor, dos vinos más, La segunda es que mi hijo, otro portento tardío de la naturaleza, en Febrero del año entrante, toma la alternativa en la feria de Santa Agueda, y temo lo peor de este zopenco atrevido, por eso vengo de Albacete, de encargar a un maestro artesano de la fragua un estoque de cuatro canales para que el primer toro que mate mi hijo, lo mate de verdad, sin zancadillas óseas. ¡Olé! Brindemos por el triunfo del arte, por cierto, ¿con que nombre artístico se anuncia en los carteles su hijo? Le llaman “El Rerre II”.