EL BOTIQUÍN DEL RINA CELI.

El vaso de ginger-ale que Manolita apuraba, resbaló de sus manos con tan mala fortuna que se hizo trizas contra el suelo del camerino. Una astilla de vidrio afilado se clavó en su tobillo desnudo haciendo brotar a borbotones un reguero de sangre tan roja como la de un recién nacido. ¡Ay por favor, que disgusto, que alguien haga algo, por el amor de Dios, que se ha amputado el pie!, gritaba Dora histérica. No pasa nada, la calmaba Manolita mientras se extraía la flecha envenenada, la sangre es muy escandalosa. Pero para entonces, Dora ya estaba desmayada entre mis brazos, no me dio tiempo ni siquiera a levantarme, se desvaneció a mi lado como una mala actriz de opereta.
La algarabía alertó a un operario del teatro que andaba cercano a la puerta que gustosamente se hizo cargo de la desfallecida mientras me indicaba donde podría encontrar un botiquín para aplacar la herida y cortar la hemorragia. Manolita ya se disponía a preparar un torniquete a la altura de la pantorrilla con una media mientras encharcaba de casta decenas de pañuelos de papel.
Un par de vendas y un tubo medio vacío de pomada para los golpes eran los únicos habitantes de aquel castillo abandonado. Desmantelado me encontré el dispensario, carente de provisiones curativas que mitigaran la angustia de la accidentada, y con aquel paupérrimo botín volví a la carrera al camerino donde Dora lloraba ahora después del sofoco y Manolita echaba ginebra a la herida auxiliada por los socorridos algodones quita- maquillaje.
Sin embargó, pese a las prisas, no pasé por alto la sentencia garabateada en un trozo de esparadrapo que alguien fijó en la misma puerta del botiquín: “si robas ten clase y roba un banco, no robes un botiquín”
Me comentó el operario-tramoyista que harto estaba el encargado de reponer con medicinas el dichoso mueble para que cada tres por dos le desaparecieran las provisiones farmacéuticas
Eso me hizo pensar que no todos tenemos o tienen el coraje de desvalijar un banco, o un coche, o para colmo de males, una moto a la que solamente le entrara la primera marcha, como nos pasó a mi compañero de aventuras delictivas Teodorín y a mí, que tenemos ficha policial expedientada por el pertinaz, intrépido, y ya difunto Zapata, terror de los rufianes de poca monta en mi tierra natal, pero eso lo contaré otro día. Por cierto, Teodorín siguió engordando sus fechorías y actualmente está en la cárcel de Topas.
Se necesita sangre fría y destreza para hacer carrera en este cometido, o al momento se destapa la poca pericia del pollo. O necesidad, también es un válido estímulo este, pero para eso no se roba un banco, se hurta lo justo para comer o seguir bailando.
Pues decía que como no tenemos suficiente valentía o arrojo para hacernos con un buen botín, nos resulta más cómodo satisfacer nuestro cerebro reptiliano y posesivo engañándolo, comiendo las migajas de los que se lo llevan crudo, y robando a la postre unas gasas, tiritas o algodón de un botiquín desamparado en un pasillo poco concurrido donde los botes de aspirinas para el dolor de cabeza ya caducaron hace tiempo, y el peróxido de hidrógeno se ha convertido en producto óptimo para el blanqueo de dientes, quesos o aves en mataderos industriales.
Dicen que el mismo placer es el que sienten los jugadores ante las máquinas de videojuegos, la recompensa inmediata por el esfuerzo realizado.
Es como incendiar un bosque y que una lluvia imprevista lo apague al poco rato.
Entonces necesitan reafirmarse otra vez en su mundo virtual donde todo suele acabar con un final feliz.
Ya podía imaginar, por que la había vivido, la desesperación del herido buscando atropelladamente un ungüento para su mal en un botiquín vacío, cuando el encargado le había jurado y perjurado que estaba repleto de química como la sangre de un politoxicómano.

A la mañana siguiente, el boticario me suministró previo pago, algodón, yodo, gasas, alcohol, y una distinguida deferencia a lo mucho que le gustó a él y a su mujer la obra que anoche representamos en el Rina Celi.
Fui a una librería cercana, pregunté al librero si tenía un libro muy socorrido para estos casos: Pepa Niebla, de Torcuato Luca de Tena, lo compré, y por la tarde, antes de la varietté, lo abandoné en el botiquín agazapado detrás de los suministros como medida de último socorro.