TÍO MONT.







Tío Mont tenía un linaje indudable de cerrajero. Sabía bastante de apretones de manos y por eso se le abrieron muchas puertas a lo largo de su vida. No hay por qué negarlo, también tenía un punto arribista que te sacaba de quicio, pero solía solaparlo con regalos caros y originales que te hacían sentir un astronauta mirando por la escotilla de la nave-lavadora-espacial.
Aparcaba en la puerta su flamante Peugeot 404, daba unos bocinazos colosales para anunciar su llegada, y surgía como un campeón recién laureado del automóvil, con una sonrisa esculpida de triunfo, apretaba un botón del maletero y este se abría por arte de magia como un parpado somnoliento, pesadamente, automáticamente, repleto de presentes de dudosa procedencia (ahora lo sé) para toda la familia. A mamá siempre la dejaba la última, ella esperaba paciente a un costado de la algarabía, y Tío Mont le decía; Hermana, para ti, el más bello de los regalos, un beso de sangre, y se lo espetaba en las mejillas sujetándola por los hombros con la convicción de una ventosa en un cristal mojado.
El lujo, comprendía él, que era una estupidez, una tontería, algo despreciable, casi cursi, pero a el le gustaba, no lo podía remediar. A todos nos gusta más un vermut con aceitunas aunque molesten al beber.

Aprendí tantas cosas de Tío Mont como trabajos desempeñó, pero la época que más recuerdos me trae a la memoria, es aquella en la que trabajó como operador de cabina en los cines Catedral. En aquellas dos pequeñas salas exclusivas para eruditos del negocio en auge que era el cine, se visionaban las películas, se fraguaba las producciones que el futuro espectador vería un par de años más tarde en cualquier cine comercial. De aquellas películas extranjeras se copiaban sin ningún tipo de escrúpulos argumentos, ideas, modos de realización y hasta diálogos enteros de personajes. A mi me dejaba acompañarlo a veces por que le venía bien que alguien vigilara que no se soltara el carrete de los rodillos de aquellas máquinas que producían un ruido infernal que apenas dejaban escuchar la película. Siempre me decía: Cuando una chica te proponga ir al cine, dile que prefieres ir a un hotel, es más higiénico y confortable. Y no te olvides de sacar fuera tus zapatos para que los limpie y embetune el muchacho encargado de los pasillos, eso te dará un plus extra ante la muchacha. Más tarde acabó suministrando atrezzos de la mayoría de los proyectos que se realizaron en los clásicos Estudios Artimaña. En su almacén había toda clase de objetos insólitos, extravagantes, originales, que para nada reflejaban la escasez de medios de la época.
Decía con sorna que todo la había ganado jugando a “las siete y media”, que tenía un método matemático infalible siempre que en la baraja se perdiera “por descuido” un par de cartas, en concreto un cuatro y un tres, y yo lo creía a pies juntillas, por que cuando jugaba al “secalló,” me llevaba de señuelo, y pude comprobar infinidad de veces su habilidad con los naipes españoles. Yo sólo tenía que procurar arrojar en el tapete siempre las cartas del mismo palo, por ejemplo, todos los oros que cayeran en mis manos, aunque con ello los contrincantes se anotaran alguna ronda. Al final, Tío Mont siempre acababa invitando con las ganancias.
Cuando vino de regreso del primer viaje a Boston, donde se trataba la molesta enfermedad, me citó en su casa con el pretexto de un negocio ventajoso para los dos, pero lo que me trajo fue un catering completo de la compañía aérea para que supiera lo que se come en los aviones de los vuelos transoceánicos;” tu crees que con esta lechuguita van a mantener a tu tío con vida, anda, ayúdame a subir al coche y vámonos a un restaurante respetable”
Me enseñó, para mi entender, algo fundamental; Que el contexto de la persona, dice más que la propia persona en sí.
Cuando perdía el pelo a mechones, en un arrebato de elegancia, se cubrió su talento desnudo con un sombrero borsalino que lo acompaño hasta la tumba, por que yo mismo coloqué la prenda encima del ataúd cuando lo introducían en el hueco oscuro. No saldrás de hay nunca más, Tío Mont, tus astucias y adulaciones no serán correspondidas, y mira que lo siento, aunque herede una gran fortuna. Sólo espero que Asaselo no tenga nada que ver en este turbio asunto.