CAMPILLO.

El señor Campillo, con su coleta engominada y barriga cervecera, hace honor al espíritu de los vikingos cuando modula los sonidos guturales con el gas desbocado que articula por su boca.
¡BURRRRRGGGGGGGGGGGGGGGGG!, y se queda tan pincho, dilatado, vasto, desparramado en el sillón granate del salón de levante al que tanto aprecio le tiene, como una gota de mercurio absorbiendo los rayos del sol a través de una lupa.
Se limpia la comisura de los labios con un pañuelo de tela que lleva bordadas las iniciales de su nombre completo: A.C.
Seguramente, lo bordaría su madre sabiendo la vida que le esperaba a su retoño siendo su padre la figura militar que fue. No pecaba de ignorancia aquella mujer, al sospechar que todas las pertenencias de su hijo acabarían guardadas en una de tantas taquillas que en su tiempo de soldado poseyó en los distintos acuartelamientos castrenses que recorrió por las cinco plazas de soberanía del África española: Ceuta, Melilla, Chafarinas, Alhucemas y el Peñón de Vélez de la Gomera fueron su jardín de infancia, escuela y vida, durante cincuenta y cinco años.
¡Qué diría su padre si lo viera ahora con esa melena blanca!
Lo fusilaría sin más, como a tantos otros mandó fusilar.

La primera vez que los compañeros de tertulia le recriminaron su mal gusto, este paquidermo repleto de naturalidad, se puso de pie, y con voz firme y seriedad de monaguillo, espetó; “en poco desmerece mi flatulencia a las conversaciones que he oído aquí esta tarde, así que tengan un buen día, señores”. Y se marchó con la cabeza bien alta por donde vino al día siguiente, y al otro, y al posterior, sin que nadie más en sucesivas fechas se escandalizara cuando Campillo aullaba como un lobo atragantado con un hueso de cordero.

A todo te acostumbras en la forma de ser de mi compañero Campillo, hasta a sus largos silencios después de una breve partida de dominó, cuando se queda mirando pensativo al cielo por los ventanales donde es evidente que sus ojos ambicionan perpetuar los encantos de alguna morita cuyo recuerdo, lleva tatuado en su piel. Y se apena de ver, que la retentiva mengua con el tiempo al igual que otras capacidades fisiológicas.
Se le ve desarmado en el cuerpo civil, muy cansado para ponerse firme ante nada ni ante nadie que se crea susceptible de lucir galones en algún género de materia.
Ascendido desde soldado raso y sin pasar por una academia militar, como diría Gonzalo de Berceo, un chusquero de toda la vida en román paladino, me recordaba al inolvidable personaje del coronel Kilgore que Robert Duvall interpretaba en Apocalypse Now, recorriendo Vietnam en busca de playas para hacer surf por el infierno, al mismo tiempo que era capaz de dirigir los ataques de los helicópteros al son de la música de Wagner y se embriagaba con los vapores arrebatadores del napalm.

¡Mozo, un Ballantine´s con ginger ale y cuatro piedras! (refiriéndose al hielo), suelen ser las pocas palabras que surgen de su boca en esos momentos de Embelesamiento