ACOMODANDO CABELLOS.

Se lo dije clara y rotundamente, sin miramientos, sin tapujos, mientras le acomodaba cariñosamente el pelo detrás de la oreja: “estás destrozando mi vida, mujer”.
Me miró fijamente a los ojos, y quemaba.

El psicólogo escuchó atentamente la charla, casi parecía interesado en las peripecias de mi psique. Se quitó las gafas. Cerró el cuaderno.
"No necesito más su dinero, ni su tiempo, ni su estulticia, usted está enamorado, sea valiente y apechugue con las consecuencias.”
¡Pero hombre! ¡Así, sin más! Sería más cómodo para todos que usted argumentara: “mire, relájese, sufre una crisis, ha abandonado el teatro y ahora masticar un solo personaje le resulta aburrido, demasiado llevadero, poca cosa, un blues sin florituras.” ¿Por qué? Se preguntaría estupefacto usted. Pues por que no tengo tiempo para estar enamorado, compréndalo, ni las arterias en condiciones para que bulla a raudales la sangre incontrolada, ni el estómago preparado para soportar cosquilleos inoportunos. A mi edad, la física de un muelle me parece una maniobra vertiginosa, una arriesgada temeridad.
¡Pero qué dramático se pone usted! frente a estas cosas del diablo, señor Cochon, mi abuela que en gloria esté, decía: "que ruede la rueda y gire la noria", pero claro, el licenciado soy yo, y debo darle al menos una solución, una escapatoria, me hago cargo, pero aunque parezca mentira, el procedimiento para estos casos no sale reflejado en los libros, tan sólo nos enseñan a detectarlo, y usted es un caso claro de manual.
¿Pero acláreme por qué?
Por la pajita de sorber que le despunta vivaracha del cerebro manchada de carmín.
¡Ah, eso…!
Sí, eso.