ACOMODANDO CABELLOS II





Una vez, entre bromas, después de una tarde de toros, le regalé una flor.
Un lirio blanco enano.
Una flor muy costosa y difícil de conseguir.
La desmembré de un ramo que veneraba la imagen de una virgen en la capilla de la plaza. No creo que a la talla le diera el juego que a mi me dio; una de las bondades de la madera es que todavía no ha desarrollado el uso del lenguaje. En todo caso, que me lo carguen allá arriba a mi cuenta.
Lo deshojó hasta donde le convino y delicadamente se la acomodó en el pelo.
La llevó encima muy elegante toda la noche.
Sentía la mirada lasciva de los hombres que reparaban en ella.
Sentía también el peso lúbrico de las miradas provocativas de las mujeres.
Parecía un cántaro repleto de agua fresca. Dispuesta a dar de beber a todo el mundo.
Le rebosaba el agua limpia por los exuberantes poros.
A mi modo de ver, le faltaban unas gotas de anís a aquel líquido elemento.
Hubiera sido sublime. Pero pocas noches me he visto saciando mi sed con agua.
Eso solía pasar por las mañanas, cuando mi garganta necesitaba urgentemente lavarse la ropa interior. No es rebeldía, es acritud.
Se hizo temprano y ya no estaba. El manantial se transformó en rimel corrido y dolor de cabeza, en vómito bilioso y melena greñosa.