TRES ESCALONES.





La muerte llega de repente, como un estornudo.

Resbalé en las escaleras que bajan a la playa, de tal forma que me quedé suspendido sobre tres escalones engarzados a mi cuerpo, uno en los riñones, otro en el omóplato y el tercero en la cabeza. Advertí enseguida que había sido un golpe duro.

Parece mentira la cantidad de cosas que me dio tiempo a pensar en tan sólo un segundo, a lo sumo dos, que tardé en perder la conciencia.
Pensé en lo fácil que es morirse, matarte, en un accidente tonto. De repente, dejas estúpidamente de gozar de esta prestada vida.
Pensé en Dora, no se por qué motivo me vino su imagen a la cabeza, seguramente, por que sería la persona a ciencia cierta que más lloraría en mi funeral.
Pensé en la deliciosa tarta de chocolate que sabiamente prepara Anita.
Pensé en la colcha india de vivos colores que cubre mi cama.
Pensé en los campos salmantinos donde pasé mi infancia y disfruté de tantas trufas.
Me vino a la mente la biblioteca del casino y la luz que inunda el salón de levante cuando abren los ventanales.
Hasta pensé en lo ridículo de mi estampa, allí tendido, inmóvil, a los pies del mediterráneo, con mi bañador cocksox como el mástil de un velero apuntando al cielo, descalzado de mis resbaladizas alpargatas de lona y con mi sombrero haciendo equilibrios sobre mi hocico.
Pensé que me moría. Sabía que me moría.
Después apareció ante mí un lugar anodino donde todo era del mismo color, y me desmayé.


Cuando recobré el conocimiento seguía allí, suspendido entre los tres escalones al igual que los magos hacen levitar el cuerpo rígido de su ayudante femenina sobre los respaldos de dos sillas. Sabía perfectamente lo que acababa de ocurrir. Notaba correr un hilillo húmedo por mi nuca que supuse sangre e intenté incorporarme torpemente,
con gran fatiga quedé de rodillas en la arena y hurgué con mi pezuña por la brecha hecha en mi cabeza sopesando la importancia del accidente, las mujeres y el aire siempre encuentran una rendija para escapar, el agua y la sangre hacen lo propio, también se las ingenian para derramarse por cualquier resquicio. Chistosamente yo mismo me auto preguntaba sobre conceptos básicos como quien soy, cómo me llamo, la calle donde resido, intentando averiguar si el golpe había afectado a mi entendimiento, por que seguramente habría estado inconsciente unos segundos, pero me pareció despertar de una siesta soporífera de verano, con su sudor característico y todo. Me sentía otra persona. Una persona aturdida y asustada.

El mejor remedio después de seis grapas en la cabeza…una fiesta, así que yo mismo me acerqué a una carnicería sobrellevando la aversión que me producen esos lugares y me agencié con un surtido selecto de proteínas animales, invité a mis vecinos de veraneo y a mis amigos de aquí del pueblo marinero a una suculenta barbacoa, y gustosamente dejé abierta la puerta de la bodega.
Mi amigo Barbas compró unas antorchas y se dedicó a emplazarlas por el camino que baja a la playa, decía que daban un ambiente cool a la cosa y servirían para guiarnos cuando nos bebiésemos la última botella en la arena, luego se acercó a la lonja de pescado trayendo consigo unas bolsas repletas de cartuchos de marisco.
¡Qué bien se está de nuevo aquí, cojones!