ANITA


Dice que ni por asomo tiene comparación un piso fregado de rodillas, brillante y lustroso a golpe de riñón, con cubo, gamuza y jabón en pastilla, que otro con fregona y productos de limpieza químicos, que sabe Dios que polvos le echarán para que huela como un bosque de pinos.

-Pero Anita, mi vida, le compré hace ya un tiempo un robot de limpieza a vapor para ahorrarle un desmedido esfuerzo, que según me explicó el vendedor, bastaba con cargar el deposito de agua, conectarlo a la corriente y atizarle a todo tipo de suciedad inconveniente como un soldado en el frente a pecho descubierto.

-No me vengas con maquinitas ni con palabrejas de señorito, que te conozco desde que debutaste en el Albéniz con “Don Gil de las calzas verdes”, y no soy yo una de tus coristas jovenzuelas engatusadas a base de pamplinas, a las que engañas convirtiéndote en un gato de ancora cuando te conviene, dulce y meloso como todos ellos, pero ensuciando todos los rincones de la casa con los pelos que sueltas...

-Mon Dieu, Anita, casi podría ser mi madre, es cierto, por esa fraternal razón quiero que su trabajo tan esmerado y pulcro le sea a la par liviano. Si apenas paro por casa no más que a descansar o a resguardarme del calor, no encuentro necesario tanto esmero por su parte, que su actitud parece más bien obsesión.

-Algún día hablaremos de la bodega, entonces saldrán a la luz las obsesiones del señorito, mientras tanto, su eminencia, haga el favor de levantar las pezuñas y no moverse del sillón durante un buen rato si no quiere su ilustrísima ganarse un pescozón. Y ya está apagando el puro que voy a vaciar los ceniceros.

Y de esa guisa me trata mi querida Anita, voluntariosa como nadie, limpiando el suelo de rodillas como si su penitencia durase toda una vida, rompiendo sin miramientos cualquier periódico viejo con artículos interesantes para limpiar los ventanales, frotando con bastoncillos de los oídos los enchufes de la luz, encaramándose como un avezado alpinista a desempolvar los capiteles del balcón.

Un huracán con artritis, un luto despintado, un moño teñido frente al espejo con hojas de nogal y un beso cariñoso en la frente cuando se despide siempre con un adieu, mon cochon.