OLIMPIA



Olimpia luce un tatuaje taleguero en el antebrazo de una luna en fase “creciente iluminante” que simboliza el temprano cuarto de vida respirado, gastado, vivido en definitiva. Es un caramelito todavía. Piensa inocentemente que sería muy bonito que en el lecho de su muerte le completaran el tatuaje con una luna nueva rechoncha, resplandeciente, cerrando un círculo perfecto de una vida plena, consumada.
Posee la sensualidad de un cuadro de Klimt, y la elasticidad de la Mamba Negra fluye desbocada por aquel manojo de huesecillos dulces, de los que se suelen comer por la festividad de todos los santos, y en esas dos poderosas razones, principalmente, descansa la diferencia entre parecer una fulana sifilítica, o una bohemia, intelectual, y sofisticada mujer que fuma.
Tiene su castillo un rey déspota y tirano, un conejo-perro que la hizo claudicar de comer carne, una bola de pelo obesa mórbida que se arrebuja por costumbre en sus poitrines, digno de una paella gigantesca de feria de pueblo que te olisquea receloso los zapatos antes de dar su parabién al saludo con su protegida.
Y así me gusta a mí también acurrucarme entre esa jaula de huesecillos cuando me encuentro decaído, herido, con la necesidad de escuchar Waterloo Sunset de los Kinks, echando a faltar una palangana de agua caliente con sal donde aliviar mis maltrechas pezuñas, y ella me rasura las cerdas con la maestría de un capataz de pocilga, y me limpia la cera de las orejas con bastoncillos mojados en su saliva sanadora, por que un abrazo a Olimpia hace que te sientas como King Kong sosteniendo en sus manos a la grácil Fay Wray.

Nos hicimos amigos en la biblioteca comunal, sección autores franceses, donde la sorprendí sellando a escondidas un libro de Celine, “viaje al fin de la noche”, rutina que cumple rigurosamente al acabar de leer cualquier ejemplar, da igual que sea de su propiedad o no. Estampa un sello tallado en una vela de cera donde reza: Este libro pertenece a Olimpia.
Tenía las maletas preparadas, lista para el desquiciado viaje, pero en el primer capítulo no la dejaron alistarse para la 1ª guerra mundial, así que se esfumó su aventura.
Aún recuerdo su sonrisa de sandía cuando le regalé “Justine o los infortunios de la virtud”

-¿Te parezco bonita?

Por aquel entonces escuchaba con vehemencia a Clare & The Reasons y vestía con las camisas de estampados florales mas horrorosas que nunca vi, aunque ella me refería que exteriorizaban modernidad, pragmatismo y frescura.
Un tridente afilado que blandía orgullosa con ojillos de diablilla.

-¿Te perezco bonita?

Juro que me vi obligado a realizar prácticas incendiarias con la mecha de su tampón, ella ya lo tenía claro cuando timbró su célebre sello en la anteportada del libro que le regalé.