ACCIDENTADO






Pues sí, estas cosas pasan, podría decir que sucedió abriendo una botella de Marsala y no sonaría rebuscado, podría sobrevenirme la tragedia al sacar la ropa de ese aparato maravilloso que es la lavadora, y ya sería un acontecimiento más curioso, pero si explico la realidad del asunto que provocó mi desgracia nadie se lo va a creer, así que, testigo único, testigo mudo.
“Fisura en el primer metacarpiano del pulgar”, inmediatamente remolcando mi dolorida mano fui al centro de salud, allí una doctora lozana de los países del este me estiró el dedo para demostrar sin duda que cierto umbral del dolor provoca un mareo irremediable en el sujeto que lo sufre
-necesitaría una radiografía para confirmar el diagnostico, le expido un volante para el traumatólogo del hospital, aunque parece que no tiene nada roto
-el honor, señora, el honor.
La enfermera me realiza un vendaje para inmovilizar el dedo que llega hasta el antebrazo. Ya me siento mejor. No me gustaría toparme con un dentista ruso. Ahora parezco a Sissy, el personaje que interpreta Uma Thurman en la película “ellas también se deprimen”, la cual tiene unos pulgares tan peculiares que puede hacer auto-stop incansablemente con la absoluta seguridad de que siempre la recogerán.







Me dirijo al hospital con la preocupación de perder toda la mañana entre galenos, compruebo que el edificio está felizmente vacío de enfermos, al menos físicamente, mentalmente no lo sé, los celadores fuman un cigarrillo en la puerta de entrada junto a los guardias de seguridad, soy el único paciente al parecer, y me tratan con la cortesía de un cuatro estrellas.
Me ponen una pulsera de plástico en la muñeca con mis datos como las típicas de los recién nacidos y me abandonan en una sala de espera solitaria. Tengo la impresión que no voy a salir vivo de allí, el hospital vacío da mucho más miedo que lleno de personas deambulando cansadas arrastrando zuecos anatómicos y esterilizados.
Oigo como anuncian mi nombre por unos altavoces, me indican que vaya a la sala 3, radiografías, al momento aparece un amable celador y me acompaña a dicha sala. Me hacen unas placas de la mano afectada a la velocidad de la luz, nada de aparatos engorrosos ni maquinaria pesada, ni siquiera me tuve que quitar el vendaje.
Me dicen que espere en la sala anterior, que el médico me llamará, y en efecto, no pasan ni cinco minutos cuando oigo de nuevo mi nombre por los altavoces de la sala, y al momento, otro celador, que no sé de donde aparece por que no se ve a nadie por los pasillos, me acompaña hasta la consulta.

El médico se llama Wilson Borja, es negro y bajito, muy bajito, como el tono de su voz que a duras penas se oye, y me dice con un acento dulzón del caribe que no me preocupe, que gracias a Dios no hay huesos ni zonas blandas rotas, tan sólo una pequeña fisura en el primer metacarpiano del pulgar. Déjeme que lo explore, me quita el interminable vendaje que deja encima de su mesa, y el so cabr, bueno, el clínico me vuelve a apretar la zona inflamada sin misericordia ¡¡¡Ayyy!!!
-le duele ahí.
¡Justamente ahí!
No hay duda, un pequeño traumatismo sin importancia al no ser que sea concertista. Se ríe. Una enfermera que parece su escudera muda también se ríe.
Le vamos a colocar una ortesis inmovilizadota en el dedo y lo llevará así unos diez días, tome este protector para el estómago y estos antiinflamatorios 3 veces al día durante una semana, luego vaya a su médico de cabecera para que revise la lesión.
Muy bien, doctor “caña de azúcar”.
La enfermera midió mi pulgar y cortó una barrita de duraluminio a la medida, me la sujetó con esparadrapo y procedió a vendarme la mano, la muñeca y mitad del antebrazo
¡Listo, ya puede marcharse!
Me levantaba de mi asiento cuando vi los restos de mi anterior vendaje hecho un ovillo en la mesa del doctor, así que me dispuse a tirarlo a la papelera.
Habían varios cubos de basura en la sala de consultas, unos de color negro y otros de color verde, no caí en la diferencia, no reciclo lo que debiera, así que cuanto estaba a punto de depositar los restos del vendaje en un cubo de basura, la enfermera me gritó:
¡A ese no, al negro, al negro!
No lo pensé dos veces, tiré la pelota de vendas a la cara del doctor Wilson. ¡Touché!

Los tres nos quedamos parados. Fue un acto reflejo, espontáneo, como el poner los pies en polvorosa mientras oía a Wilson soltar improperios hacia mi persona propios de un soldado de campaña del siglo de oro.